La montaña en mi corazón

Fue hace muchos años. Más de veinte.

Andaba por la gran ciudad con una par de amigos, gente importante. Uno de ellos más grande que el resto, era filósofo: una especie de guía para todos nosotros.

Recuerdo que miré los edificios y dije: «Qué grandes… me siento gigante!»

Entonces el filósofo -que era de San Martín de los Andes- me miró sorprendido: «En serio? yo me siento chiquito acá… grande me siento en la montaña»

Pasaron tantos años y rescato este momento porque no sé si me habrá condicionado, pero hoy la ciudad me espanta.

Las luces que me atraían hace más de veinte años hoy me encandilan. Y tanta soledades superpuestas me abruman: gente que no se saluda, que se pasa por al lado y que se ignora…

Qué distinto que es andar por los picos de Mendoza con Pincelito.: si hasta el cóndor que se recorta en el cielo sabe que estamos ahí, y  no nos ignoramos.

No sé si me habrá condicionado mi juvenil admiración por el filósofo, pero las moles de concreto no me parecen ya colosales.

En cambio la montaña es como una extensión irregular por dónde puede el alma prolongarse y expandirse hacia el alto horizonte nevado.

Aunque me encantaría, no preciso volver: Cuando me siento encoger, cuando siento que me descoloro de tánto gris, cierro los ojos y recuerdo el andar cansino de Pincelito y el viento de las cumbres.

Entonces,  la montaña reverbera en mi corazón.