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Nuestra Historia de amor 6: «Demasiados Carnavales»: en busca de un milagro para la familia

Se cumplen 11 semanas de tu muerte y yo sigo sin haber avanzado un poquito en la aceptación de que ya no te tendremos más. Llegan los días lindos, vamos a la terraza con Nina, esa donde tantos mates compartimos, donde tantas cosas decidimos y tu ausencia es un remolino que me absorve. Cómo que ya no compartiremos una tarde más en nuestro rincón? Vamos al hospital para la terapia de Nina. Nos veo a los dos ahí sentados esperando y pienso: qué carajo estamos haciendo acá? Vuelvo a casa a media mañana y veo a los perros solos, la casa en silencio atravesada por los rayos de sol. Ahí donde vos eras nuestro centro, pensabas y planificabas cosas lindas para nuestra familia, ahora hay soledad. No sé, hoy me parece imposible llegar a aceptar esta nueva realidad que nos atravesó.

Cuando volvimos de nuestra Luna de Miel, retomamos nuestra vida habitual. La vida en pareja se nos daba suave y hermosa. Ni Andrea ni yo habíamos tenido nunca que fingir ni forzar nada para estar con el otro o para agradar.

Eso, que se dice así en un depronto, es una especie de gran clave, porque no es lo mismo llevar el día a día siendo exactamente lo que sos y con una persona que también es auténtica a vivir teniendo que adaptar tus sueños y deseos para poder congeniar con el otro.

Cuento esto porque recuerdo una charla que tuvimos justo un poco antes de conocerla a Andrea con una ex compañera de trabajo: los dos desengañados del amor nos quejábamos que la gente prefería relaciones que le generaran una cuota de sufrimiento, mientras que cuando al fin encontraban alguien con quien podían estar bien, parecían perder el interés. Andrea llegó a mi vida para cambiar este pensamiento de raíz.

Con ella éramos siempre dos: la fuerza, las ganas, el empuje se duplicaban mientras que los problemas, los dolores y las cosas tristes se dividían hasta diluirse entre nosotros. Éramos fuertes y felices en nuestro amor.

Decía entonces que cuando volvimos de nuestra Luna de Miel, retomamos nuestra vida habitual. Eso sí: sabiendo que en cualquier momento una noticia podría cambiarnos la vida… para bien! En Colombia habíamos decidido dejar de cuidarnos para que -si Dios lo disponía- la familia pudiese agrandarse.

Sin embargo, uno tras otro, los meses pasaron sin que tuviésmos ninguna novedad. Cumplido el año de espera sin éxito y considerando que ambos estábamos arriba de los 40, decidimos que había llegado el momento de acudir a especialistas. Y la respuesta fue triste.

Triste porque las noticias no eran buenas: tanto ella como yo no estábamos en condiciones de ser papás por la vía normal y serían necesarios tratamientos de fertilización.

Tristes también porque para explicarlo, el idiota del médico le había dicho a Andrea que ya había pasado «demasiados carnavales» una ofensa innecesaria para ella en un momento de sensibilidad extrema como aquel.

Como para complicar todo, averiguamos los precios y resultó que los tratamientos eran carísimos: para acceder a una sola inseminación debíamos sacar un crédito que nos tomaría dos ó tres un año pagarlo. Como agravante, los tratamientos que salían exitosos rara vez resultaban al primer intento, por lo que seguramente necesitaríamos más de uno. Mientras tanto el reloj biológico seguía corriendo.

Todo parecía ser negativo en nuestro intento por agrandar la familia. Sin embargo nunca perdimos la fe.

En medio de ese interregno en el que uno está sin saber bien qué hacer porque no tiene los recursos para pagar lo realmente necesita, nos cayó del cielo una figura impensada.

Desde distintos lugares nos empezaron a hablar del «Padre Ignacio» de Rosario. Personas y amistades de diferentes orígenes nos lo nombraban.

Yo nunca fui afecto a este tipo de cosas, pero cuando ví que Andrea se había ilusionado con ir a visitarlo pensé: al fin y al cabo Rosario es una hermosa ciudad para pasar un finde… qué podría molestarme en perder un par de horas una tarde para ver a un cura?

Fue tras su cumpleaños, los días finales de ese septiembre de 2012 que comprobé mi error de cálculo. Yo no entendía por qué había que ir a las 3 de la tarde a misa de 7. Al llegar al humilde barrio Rucci empecé a entender.

El aspecto del lugar era el acceso a una cancha de fútbol en un clásico: varias cuadras antes, gente ordenando a la multitud para hacer una cola 4 cuadras antes de llegar a la iglesia, que ya tenía gente.

Cuando finalmente la ceremonia empezó, la gente era tanta que debimos escuchar la misa desde la calle. «Tranquilos» nos dijo un asistente; «el padre se queda hasta la hora que sea, pero atiende a todos».

Horas más tarde vivimos como un triunfo poder entrar al jardín de la iglesia. Y sobre la medianoche finalmente pudimos ingresar al templo. Cuando el padre nos atendió eran las dos y media de la mañana.

Creo imposible describir con efectividad la tensión que había en el aire, la expectativa de tanta gente puesta en ese hombre. Una fila eterna de gente que llegaba hasta él en silencio, y el cura les hablaba y los tocaba -a cada uno de manera diferente- y la gente se iba, en muchos casos sonriendo.

Cuando al fín llegamos a él tras casi 12 horas de cola y esperas, la miró a Andrea, le puso la mano en la panza y dijo bien claramente: «Bebé». Agarró mi mano y la puso sobre la de ella. Y eso fue todo. Nos miramos y sonreímos con felicidad por sentir que los esfuerzos valdrían la pena: El padre Ignacio nos había dicho «bebé».

Quiero hacer una aclaración porque alguno podría pensar: «Una pareja, de gente no tan joven, obviamente buscaba un bebe» o «No era tan dificil de adivinar». La multitud que va a verlo lo ve por las causas más diversas.

Por ejemplo y como muestra, en tantas horas de cola, habíamos establecido cierta relación con las personas que estaban delante nuestro. Eran un hijo de veintipico, vestido en ropa deportiva y su padre, un señor grande.

Para nosotros era claro que el problema era del hombre mayor, sin embargo al pasar las horas de charlas, el chico nos contó que le habían descubierto un tema oncológico en los pulmones, por eso su padre lo acompañaba a ver al cura. Nos quedamos helados: tan joven y saludable que parecía!

Pero nos quedamos muy atentos a ver qué haría el padre Ignacio al verlos a ambos. Sucedió lo que debía pasar: fue directamente al joven, le tocó el pecho y le dijo «Lo tuyo ya está». Nos quedamos sorprendidos y así llegamos: ya estábamos frente al Padre Ignacio.

Sin embargo sabíamos que esto no era un milagro y que el «bebé» no nacería instantáneamente: debíamos hacer nuestra parte y ver cómo se resolvía el inmenso problema que representaba necesitar uno o varios tratamientos carísimos.

Mientras tanto, Titina se convirtió oficialmente en nuestra hija perruna primogénita aunque en el fondo persistía el temor a que -muy nuestro pesar- terminara siendo nuestra única hija.

Tan «hija» era, que en ese día del animal de 2012, la llevamos a conocer el mar. Pasamos un fin de semana largo en Pinamar con amigos y sus hijos. Y Titina fue con nosotros… a conocer el mar!

Pero más allá de todo lo que nos daba Titi, nosotros queríamos un hijo humano. De aquella época viene un apodo que supo tener: «Pinocha». Porque con Andrea a veces fantaseábamos que se convertía en una niña real.

En la vida real parecía imposible poder alcanzar nuestro sueño, pero desde el cielo nos mandaban una señal a través del padre Ignacio… Podríamos ser papás ante tanta adversidad?

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marianorinaldi Ver todo

Periodista. Cronista.
Conduzco de "La Semana que Viene" programa que se emite por Radio Simphony.
También trabajo en el programa "En la trinchera" de Radio Led.
Fui Cronista de "El Exprimidor" (2002 hasta su finalización en 2019) reemplazando a Ari Paluch en la conducción en varias ocasiones.
Cronista de "El Rotativo del Aire" de Radio Rivadavia (entre 2001 y 2010).
Acreditado en Casa de Gobierno (2003/2018).
También Cronista y asesor parlamentario.
Realicé coberturas nacionales e internacionales como enviado por ejemplo al rescate de los mineros en Chile, Elecciones en España y Paraguay, Aniversario del Atentado de Atocha en Madrid entre otras cosas.

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